El 30 de marzo de este año fue internado en el Hospital General de Ottawa un abogado que acababa de regresar a Canadá procedente de México, aquejado de una afección de la parte alta de las vías respiratorias, semejante a la influenza, pero que los médicos encargados del caso no pudieron clasificar como tal.
Allá por el seis de abril una entidad norteamericana, Veratect, dedicada a la vigilancia de riesgos en general para el ser humano, reportó que en algún lugar de México había habido un brote de afecciones respiratorias y muchos otros informes sobre enfermos aquejados de una dolencia semejante a la influenza. Algunos periódicos mexicanos habían publicado desde febrero la noticia del brote de una extraña afección respiratoria en el poblado de La Gloria, en la vecindad de las Granjas Carroll, propiedad de la empresa norteamericana Smithfield Foods. Los habitantes de La Gloria habían denunciado, sin ser atendidos, lo que llamaron prácticas malsanas del criadero de cerdos, como lagunas de oxidación de aguas fétidas al aire libre. Y de pronto los acontecimientos se precipitaron. El 12 de abril la Dirección de Epidemiología de México comunicó a la Organización Panamericana de la Salud la detección del brote en varias partes del país. El 17 de abril un nuevo caso de enfermedad respiratoria atípica en Oaxaca, sumado a otros más detectados en muy poco tiempo en México, Distrito Federal, hicieron que se pusieran en estado de alerta el sistema de vigilancia epidemiológica, los hospitales y centros de salud. El 23 de abril se confirmó por análisis de laboratorio que los casos de enfermedad respiratoria atípica en realidad eran de influenza A (H1N1) de origen porcino. Ahondando en el análisis se precisó que a los pacientes los había infectado el mismo virus que a dos niños de California, EUA. El 18 de abril personal móvil de la Dirección de vigilancia epidemiológica visitó 21 hospitales de varias partes del país tan sólo para comprobar que la incidencia de la enfermedad iba en aumento.
Para el 30 de abril estaban confirmados por análisis de laboratorio 97 pacientes de la influenza H1N1. Por cierto que, en esa fecha, ocurrió la “coincidencia” de que la Organización Mundial de la Salud, como si se hubiera hecho eco de las protestas de los productores de carne de cerdo mexicanos y norteamericanos, que se quejaban de estar perdiendo muchos millones de dólares porque la gente había dejado de comprar carne de cochino, cambió el nombre del agente patógeno a “virus de la influenza humana A, H1N1”. ¿Les parecieron equivalentes los adjetivos “porcina” y “humana”?
Luego sobrevino la aplicación de una serie de medidas, como el cierre de escuelas, distribución de mascarillas “protectoras”, instrucciones para no contagiar ni ser contagiado, y la prohibición de la reunión de personas en grandes números—lo que no impidió algunas marchas de protesta programadas para el 1ro de mayo pero, gracias sean dadas a dios y a la derogación de facto de las Leyes de Reforma, la TV facilitó sus ondas para la trasmisión de misas.
La influenza porcina como su nombre lo indica afecta a los puercos (los Sus domestica no los Homo sapiens cochinos); la gente se contagia cuando de uno u otro modo entra en contacto con seres infectados, aunque el contacto no es necesario pues el virus se propaga en el aerosol que forman la tos o los estornudos de los animales infectados (cuadrúpedos o bípedos) o permanece en los objetos tocados por un enfermo. Un ser humano infectado puede contagiar a otro y también a un cerdo sano, hecho curioso que ya ocurrió en Austria—y detalle que se le ha pasado mencionar a la OMS.
Cómo según los medios de difusión norteamericanos (a fin de cuentas no muy distintos de los nacionales) en sus repetitivos noticiarios insistieron en que el brote se había iniciado en México, y que el único factor común que había en los casos observados en otros países era que los enfermos habían estado en México, pronto se comenzó a hablar de la Mexican swine flu [influenza mexicana de origen porcino], lo que avivó el creciente antimexicanismo en EUA, primero por lo que llaman la “invasión” de indocumentados y ahora por ser posibles portadores del virus.
El 1ro de mayo las autoridades sanitarias dieron una conferencia de prensa en la que, con su habitual marrullería hicieron como que contestaban las preguntas de los reporteros pero lo único que se logró saber es que las Granjas Carroll, de propiedad norteamericana, nada habían tenido que ver con el brote de la influenza al tiempo que nos informaron de que la empresa sospechosa en realidad es digna de encomio porque siembra arbolitos en zonas desforestadas, lo cual coincidió con declaraciones previas del gobernador de Veracruz, en el sentido de que las quejas expresadas por los vecinos, de que las hediondas aguas de la laguna de oxidación al aire libre de las granjas emponzoñan los mantos freáticos y el aire que respiran, eran infundadas pues la transnacional cumple con todas las normas sanitarias y ecológicas. En algún otro momento el gobernador de dicho estado dijo que para él el mejor protector era su pañuelo, comentario peligroso que amerita hablar del tamaño del virus, cuyo diámetro es de unos 90 nanometros (un nanometro es la milmillonésima parte de un metro). Peligrosa declaración porque puede dar lugar a que los no informados se pongan un simple trapo en la boca y se sientan protegidos. Si el grueso de un cabello humano es de alrededor de 100,000 nanometros, el tejido de un pañuelo o el de los cubrebocas azules de a tostón y ahora de hasta 30 pesos, o más (ya me perdí), serían con respecto al virus H1N1 lo mismo que para una hormiga una malla de gallinero.
Para el momento en que esto escribo las autoridades mexicanas de salud hablan de que los números de la epidemia se han estabilizado, y han dejado de informar de casos nuevos a la OMS. A partir del próximo 6 de mayo se reanudarán las actividades en las escuelas de enseñanza media y en las universidades; y el próximo lunes en las primarias y preprimarias. ¿No es maravilloso que las autoridades multicitadas hayan sido tan acertadas en suspender actividades al aire libre exactamente durante el tiempo que duró la emergencia? Ojalá no sea la mía una felicitación de mal agüero.
En Estados Unidos todos los años caen víctimas de la “influenza estacional” 200,000 personas, 36,000 de las cuales van a dar a la tumba. Según la OMS, todos los años se registran de tres a cinco millones de casos graves de influenza, de los cuales más de 250,000 son mortales. De lo que sin querer se viene uno a enterar. Aunque yo ya me lo temía: el mundo es un lugar peligroso para vivir.
Para México el marcador parece haberse detenido en 2,955 casos probables, 806 comprobados y 29 fatalidades. Para el resto del mundo se han registrado hasta el momento 1,160 casos probables, 823 confirmados en el laboratorio y 2 muertes, ambas en Texas, EUA; y en Guatemala y en El Salvador sendos casos hace apenas unas horas.
martes, 5 de mayo de 2009
La influencia de la influenza (I)
Para que la Naturaleza nos permita enterarnos de sus secretos mejor guardados, basta con interrogarla con el llamado “método científico”, procedimiento más ideal que real, pues las maravillas naturales sólo se dejan desnudar por quien sabe seducirlas con astucia y paciencia; y aun sin ser un Newton o un Darwin, puede coronarse el galanteo con nuevas teorías que abran nuevas ventanas y enriquezcan nuestras vidas o cuando menos agujeritos para vislumbrar lo ignoto.
Pero, para tratar de entender lo que al parecer son hechos obvios, comprensibles y hasta triviales que atestiguamos, que presenciamos, que protagonizamos, que contemplamos en este país en que vivimos, el poderoso método científico se vuelve lupa empañada que impide ver hasta los propios dedos. Ejemplos: ocurre un magnicidio que todo mundo ve por TV, cuyo autor es detenido en flagrancia y nadie ve en ello un misterio. No. Todo está claro, hasta que empieza la catarata de explicaciones oficiales, que terminan convenciendo a la mayoría de nuestros congéneres de que lo que vieron no era lo que vieron sino lo que los boletines de prensa oficiales dicen que debieron ver. Se incendia una fábrica de plaguicidas situada en pleno centro de una ciudad; se tiene que evacuar a los vecinos de varias cuadras a la redonda; se enferman los bomberos y se derriten sus trajes y sus botas; se enferma la gente; mueren perros, gatos y pericos; se eleva una nube tóxica que se pasea por toda la ciudad; las autoridades del lugar tratan los peligrosos desechos tóxicos como basura doméstica y los vierten en el basurero municipal convirtiéndolo en otro foco de contaminación; y todo ello a la vista de los pobladores de la ciudad envenenada quienes naturalmente esperan que los afectados sean curados e indemnizados por las autoridades que para ello son pagadas. ¿Pero qué ocurre? Comienza el alud de explicaciones y promesas oficiales, y la cortina de humo que logran tender en torno a la catástrofe es tan espesa que al final ni siquiera se llega a saber quién autorizó la operación de la peligrosa fábrica en pleno centro urbano, ni quién era su dueño, ni quién se quedó con el dinero de las indemnizaciones que las víctimas nunca recibieron pero que la TV difundió como generosa entrega de millones de pesos a los damnificados. Y sea la catástrofe que sea [mineros sepultados en un derrumbe, drenajes llenos de gasolina que estallan], siempre resonará la voz de la cordura que pedirá que no se trate de buscar culpables sino de atender a las víctimas. Y tan condicionada y tan afligida está la gente que se deja engatusar por lo que cree noble actitud y no lo que realmente es: primer paso para garantizar la impunidad de los responsables. Y ahí hay una incógnita que despejar; pero una incógnita inmune al poder del método científico; es decir, el hecho público y atestiguado por un país o una ciudad enteros pasa a engordar el archivo de los misterios nacionales no resueltos y de ahí a la leyenda urbana trivial y aburrida.
Los años que han estañado mis sienes y enchuecado mi columna vertebral me han enseñado que, para resolver tales enigmas, sólo hay que quitarse las telarañas tejidas por los merolicos oficiales y esgrimir la empolvada pero eficaz lógica aristotélica, pues el asunto es entender un mundo que después de todo es manejado por IQs de menos de 100. Y todo lo anterior viene a cuento porque ¡vaya que me ha costado trabajo entender el asunto de la gripe que empezó porcina y acabó humana!
Desde los años cincuenta del siglo XX se detectaron en humanos algunos casos de fiebre porcina y también desde aquellas fechas se documentó que tal afección podía tener como complicación el ataque de algún agente oportunista que podría ocasionar alguna infección mortal, neumonía por ejemplo, que distorsionaría las estadísticas pues no sería asentado como caso de influenza sino de neumonía.
El 5 de febrero de 1976 un recluta del ejército de Estados Unidos se presentó en la enfermería de la base de Fort Dix con los signos y síntomas de lo que parecía la llamada influenza estacional, endémica de Estados Unidos. Veinticuatro horas más tarde el recluta David Lewis fallecía, víctima de una forma de influenza no detectada desde la que asoló al mundo de 1918 a 1919 y cobró veinte millones de muertos en todo el mundo. En la base militar el número de infecciones creció hasta 230, 13 de ellas severas y solo mortal la del primer infectado. Dos semanas después los médicos descubrieron que el agente patógeno causante del brote infeccioso era una forma nueva del virus de la influenza, al que identificaron como una combinación del virus de la influenza de 1918 con virus de influenzas porcina y aviar.
En septiembre de 1988, una mujer de 32 años, embarazada y un día antes perfectamente sana, que días antes había visitado una exposición ganadera, fue hospitalizada como paciente de neumonía y a los ocho días falleció. A los médicos, libres de la consigna de no poner en entredicho a las autoridades sanitarias o a alguna empresa transnacional contaminante, les pareció extraño el caso, hicieron minuciosos estudios del cadáver de la mujer y determinaron que había muerto de influenza A virus H1N1, que posiblemente era el mismo que había atacado al soldado Lewis y sus compañeros. Al profundizar en las circunstancias en que había ocurrido la muerte de la mujer, los investigadores descubrieron que el 76 por ciento de los expositores de puercos que habían presentado sus ejemplares en la misma feria que visitó la víctima, tenían anticuerpos de fiebre porcina, prueba de que en algún momento la habían padecido pero se habían recuperado, de lo que pensaron había sido “influenza estacional”. Y, ojo, sin que las autoridades de salud hubieran registrado sus padecimientos como casos de influenza porcina.
A partir de entonces, según se dice, hubo una o dos personas infectadas con el virus en cuestión cada dos años en Estados Unidos. Sin embargo, algunos investigadores conjeturaron que, ahora que el virus se estaba trasmitiendo del ganado porcino a los humanos (¡y también de los humanos a los cerdos!), de seguro no pasarían muchos años antes de que se declarara una emergencia sanitaria internacional como la que estamos viviendo (y esperamos seguir viviendo). La historia epidemiológica de las últimas semanas les dio la razón.
Pero, para tratar de entender lo que al parecer son hechos obvios, comprensibles y hasta triviales que atestiguamos, que presenciamos, que protagonizamos, que contemplamos en este país en que vivimos, el poderoso método científico se vuelve lupa empañada que impide ver hasta los propios dedos. Ejemplos: ocurre un magnicidio que todo mundo ve por TV, cuyo autor es detenido en flagrancia y nadie ve en ello un misterio. No. Todo está claro, hasta que empieza la catarata de explicaciones oficiales, que terminan convenciendo a la mayoría de nuestros congéneres de que lo que vieron no era lo que vieron sino lo que los boletines de prensa oficiales dicen que debieron ver. Se incendia una fábrica de plaguicidas situada en pleno centro de una ciudad; se tiene que evacuar a los vecinos de varias cuadras a la redonda; se enferman los bomberos y se derriten sus trajes y sus botas; se enferma la gente; mueren perros, gatos y pericos; se eleva una nube tóxica que se pasea por toda la ciudad; las autoridades del lugar tratan los peligrosos desechos tóxicos como basura doméstica y los vierten en el basurero municipal convirtiéndolo en otro foco de contaminación; y todo ello a la vista de los pobladores de la ciudad envenenada quienes naturalmente esperan que los afectados sean curados e indemnizados por las autoridades que para ello son pagadas. ¿Pero qué ocurre? Comienza el alud de explicaciones y promesas oficiales, y la cortina de humo que logran tender en torno a la catástrofe es tan espesa que al final ni siquiera se llega a saber quién autorizó la operación de la peligrosa fábrica en pleno centro urbano, ni quién era su dueño, ni quién se quedó con el dinero de las indemnizaciones que las víctimas nunca recibieron pero que la TV difundió como generosa entrega de millones de pesos a los damnificados. Y sea la catástrofe que sea [mineros sepultados en un derrumbe, drenajes llenos de gasolina que estallan], siempre resonará la voz de la cordura que pedirá que no se trate de buscar culpables sino de atender a las víctimas. Y tan condicionada y tan afligida está la gente que se deja engatusar por lo que cree noble actitud y no lo que realmente es: primer paso para garantizar la impunidad de los responsables. Y ahí hay una incógnita que despejar; pero una incógnita inmune al poder del método científico; es decir, el hecho público y atestiguado por un país o una ciudad enteros pasa a engordar el archivo de los misterios nacionales no resueltos y de ahí a la leyenda urbana trivial y aburrida.
Los años que han estañado mis sienes y enchuecado mi columna vertebral me han enseñado que, para resolver tales enigmas, sólo hay que quitarse las telarañas tejidas por los merolicos oficiales y esgrimir la empolvada pero eficaz lógica aristotélica, pues el asunto es entender un mundo que después de todo es manejado por IQs de menos de 100. Y todo lo anterior viene a cuento porque ¡vaya que me ha costado trabajo entender el asunto de la gripe que empezó porcina y acabó humana!
Desde los años cincuenta del siglo XX se detectaron en humanos algunos casos de fiebre porcina y también desde aquellas fechas se documentó que tal afección podía tener como complicación el ataque de algún agente oportunista que podría ocasionar alguna infección mortal, neumonía por ejemplo, que distorsionaría las estadísticas pues no sería asentado como caso de influenza sino de neumonía.
El 5 de febrero de 1976 un recluta del ejército de Estados Unidos se presentó en la enfermería de la base de Fort Dix con los signos y síntomas de lo que parecía la llamada influenza estacional, endémica de Estados Unidos. Veinticuatro horas más tarde el recluta David Lewis fallecía, víctima de una forma de influenza no detectada desde la que asoló al mundo de 1918 a 1919 y cobró veinte millones de muertos en todo el mundo. En la base militar el número de infecciones creció hasta 230, 13 de ellas severas y solo mortal la del primer infectado. Dos semanas después los médicos descubrieron que el agente patógeno causante del brote infeccioso era una forma nueva del virus de la influenza, al que identificaron como una combinación del virus de la influenza de 1918 con virus de influenzas porcina y aviar.
En septiembre de 1988, una mujer de 32 años, embarazada y un día antes perfectamente sana, que días antes había visitado una exposición ganadera, fue hospitalizada como paciente de neumonía y a los ocho días falleció. A los médicos, libres de la consigna de no poner en entredicho a las autoridades sanitarias o a alguna empresa transnacional contaminante, les pareció extraño el caso, hicieron minuciosos estudios del cadáver de la mujer y determinaron que había muerto de influenza A virus H1N1, que posiblemente era el mismo que había atacado al soldado Lewis y sus compañeros. Al profundizar en las circunstancias en que había ocurrido la muerte de la mujer, los investigadores descubrieron que el 76 por ciento de los expositores de puercos que habían presentado sus ejemplares en la misma feria que visitó la víctima, tenían anticuerpos de fiebre porcina, prueba de que en algún momento la habían padecido pero se habían recuperado, de lo que pensaron había sido “influenza estacional”. Y, ojo, sin que las autoridades de salud hubieran registrado sus padecimientos como casos de influenza porcina.
A partir de entonces, según se dice, hubo una o dos personas infectadas con el virus en cuestión cada dos años en Estados Unidos. Sin embargo, algunos investigadores conjeturaron que, ahora que el virus se estaba trasmitiendo del ganado porcino a los humanos (¡y también de los humanos a los cerdos!), de seguro no pasarían muchos años antes de que se declarara una emergencia sanitaria internacional como la que estamos viviendo (y esperamos seguir viviendo). La historia epidemiológica de las últimas semanas les dio la razón.
sábado, 28 de marzo de 2009
¿Es el ser humano una pila recargable?
Como se ha puesto de moda en México desde hace unas tres décadas, el pasado 21 de marzo acudieron multitudes de personas “a cargarse de energía” en centros ceremoniales prehispánicos como Teotihuacan, Chichen-Itzá y otros.
Para las comunidades prehistóricas y de la muy remota Antigüedad, conocimientos como la determinación de los puntos cardinales y acontecimientos astronómicos como la fijación de las fechas en que ocurrían los equinoccios de primavera y otoño y los solsticios de verano e invierno, lo mismo que, en las zonas tropicales, los pasos del sol por el cenit, eran vitales porque de ellos dependían para elaborar sus calendarios, que a su vez les permitían programar las diversas clases de actividad que realizaban a lo largo del año, principalmente siembra y cosecha, así como prepararse para las temporadas de sequía y lluvias, amen de ritos y ceremonias no ligadas forzosamente a lo utilitario. El registro de sus observaciones del cielo, sus regularidades y anomalías, realizado por innumerables generaciones les permitió calcular no sólo calendarios tan precisos como los mejores de la actualidad; también supieron predecir eclipses y cuándo Venus aparecería como estrella vespertina y cuándo como matutina.
La idea de considerar al ser humano como una especie de pila seca recargable una vez al año aparte es una moda relativamente nueva. Lo que no es nuevo es que tanto el Estado como los siempre voraces comerciantes se pongan de acuerdo en cuanto a la manera de explotar la tan chistosa como descabellada moda y vean en ella tan solo una oportunidad más de hacer negocio, sin que les importe el deterioro a que someten monumentos que han logrado sobrevivir por espacio de siglos. En su mayoría, las edificaciones prehispánicas han sido capaces de guardar en sus particulares estructuras datos astronómicos de incalculable valor. Basta con ver un croquis de Grupo E del complejo arquitectónico maya de Uaxactún en las tierras bajas de Guatemala, para maravillarse de que si se para uno en determinado punto y dirige visuales a ciertos puntos conspicuos del complejo arquitectónico hallará los puntos por donde el sol despunta los días de los equinoccios de primavera y otoño y los solsticios de verano e invierno. Debido a su remota ubicación este sitio se libró de ser maltratado por la turba ávida de “energía” en vez de materia gris.
En cuanto a la recepción de energía solar, ni el equinoccio de primavera ni el de otoño tienen nada de particular. Lo único que ocurre durante uno y otro es que el día dura lo mismo que la noche. En el solsticio de verano el día es el más largo del año, y la noche, la más corta. En el solsticio de invierno ocurre lo contrario: el día es el más corto del año y la noche, la más larga.
Pero el abuso que debiera ofendernos a todos por igual es el de que las autoridades que, de acuerdo con las leyes que juraron cumplir y hacer cumplir, están obligadas a proteger las edificaciones prehispánicas son las que las alquilan a manera de escenarios para que los insaciables comerciantes hagan su agosto en pleno marzo. ¡Qué espectáculos más miserables que esos llamados de “luz y sonido” con los que se pretende multiplicar la belleza intrínseca de nuestras joyas prehispánicas! Algo así como querer acrecentar la belleza de La noche estrellada de Van Gogh sometiéndola a una iluminación de “antro”. Y pensar que esta moda nació de un gigantesco embuste...
Desde fines del siglo XIX y principios del XX se originó en Europa y Estados Unidos una corriente novelística de escasa importancia cuyas tramas se desarrollaban en el Tíbet y los montes Himalaya, escenarios fantasiosos que a veces se extendían hasta el río Ganges y la India en general. Allá estaban el hogar del Yeti, hombre de las nieves, y los maestros de la mística, el ocultismo y el esoterismo, bien dispuestos a recibir alumnos “occidentales” para iniciarlos en sus secretos milenarios.
Durante toda la primera mitad del siglo pasado el anhelo de poseer los secretos de los inaccesibles gurúes quedó confinado a una minoría diluida en las poblaciones norteamericana y europea. Los “iniciados” mexicanos de seguro podían contarse con los dedos de una mano. Así que no pasó nada, nada hasta1956, en que fue publicado el libro The Third Eye, escrito por el supuesto monje tibetano Lobsang Rampa, y pronto traducido al español con el título de El tercer ojo. Ahí Rampa narraba cómo mediante una especie de trepanación, practicada con una astilla de madera endurecida al fuego y tratada con hierbas, le habían puesto en funcionamiento el mítico tercer ojo, luego de lo cual uno de los monjes le dio esta bienvenida: “Ahora eres uno de nosotros, Lobsang. Durante todo el tiempo que te quede de vida verás a la gente tal como es y no como finge ser”.
Pronto el libro se convirtió en best-seller mundial, y la fiebre del esoterismo se extendió por todo el mundo deslustrado. El entusiasmo místico no decayó ni siquiera mínimamente cuando se hizo público que el supuesto gurú tibetano era en realidad el ciudadano británico Cyril Henry Hoskin, nativo de Plympton, condado de Devon, Inglaterra.
La moda esotérica se propagó como llamarada de petate en Estados Unidos en los años setenta, en el contexto de la “mística” conocida como New Age (Nueva era) y el movimiento hippie (aparecido desde los años sesenta). Vista retrospectivamente se aprecia hoy como una reacción contra las jerarquías religiosas en general, lo mismo que contra la dogmática política, lo mismo la favorable que la contraria al Establishment. Fueron los tiempos de la psicodelia, la revolución sexual, las canciones de protesta, en particular contra la guerra de Vietnam, el consumo masivo de mariguana, peyote, LSD y otras sustancias alucinógenas que ayudaban a incursionar en estados alterados de consciencia, para lo cual se recurrió también a diversas formas de meditación, principalmente la meditación trascendental, cuyo gurú fue el Maharishi Mahesh Yogi, que la describe en su libro La ciencia del ser y el arte de vivir. Se hizo famoso por su estrecho contacto con grupos musicales como los Beatles y los Beach Boys y otros.
Naturalmente la moda se extendió a México, y no solamente a la juventud, como hipócritamente se dice, sino que llegó a abarcar en diversos grados a todos los grupos de edad, y como curioso vestigio la ideología jipiteca se prolonga hasta el presente, en que se manifiesta en el concepto de ser humano como celdilla solar recargable, justamente en torno a la fecha en que ocurre el equinoccio de primavera. Los seguidores de esta corriente conciben la energía como un fluido intangible, quizá de la misma naturaleza que el “aura”, capaz de infundir euforia, ganas de hacer, ¿qué?, lo que sea.
El concepto de energía tal y como se entiende actualmente en física apenas empezó a usarse apenas en el siglo XIX, y es más fácil de definir matemáticamente que con palabras. Sobra decir que los rituales celebrados en las pirámides precolombinas de ningún modo tenían que ver con absorber energía solar. La energía, en fin, es simplemente la capacidad de realizar trabajo, definido a su vez como el producto de fuerza por distancia. ¿Sencillo, no? Así lo enseñan en la secundaria. También, y ya con ganas de entrar en polémica, es esa propiedad de la materia gracias a la cual se efectúa trabajo cada vez que la dicha materia cambia de forma o de lugar, y a pesar de ello se conserva siempre en la misma cantidad independientemente de las transformaciones por las que pase. (Si no os basta este intento de definición, ahí está la USBI de la UV.)
La recarga de la pila humana tiene aspectos por un lado incomprensibles y por otro contradictorios. “Hay que subir a la pirámide, como hicieron nuestros ancestros, para cargar energía”, frase que casi suena tan lógica como “Hay que ir a cargar gasolina”. Los que asisten a la ceremonia de recarga lo hacen vestidos de un color que de plano ahuyenta la luz solar: el blanco, que en vez de absorber refleja los rayos solares. El color quizá capaz de captar algo de energía solar en la vestimenta es el negro. Y, hasta donde yo sé, los únicos organismos capaces de aprovechar directamente la energía solar son los vegetales, las algas y las cianobacterias (o bacterias azul verde o verde azuladas). Estos seres son capaces de convertir bióxido de carbono en carbohidratos, como azúcar, celulosa y lignina, aparte de ciertas sustancias usadas desde remotos tiempos como las terpenofenolicas o los alcaloides no precisamente para cargar energía sino más bien para invertirla en actos creativos o curativos.
A los organismos citados, les sigue, por ejemplo, el ganado vacuno (en realidad todos los herbívoros), que convierte el pasto directamente en bisteces. Pero, perdón, se me fue el santo al suelo: sí es posible cargar de energía al organismo humano; esa carga o recarga tiene el prosaico nombre de comer (acto que si la crisis se agudiza ¡va a costar muchísima más energía que escalar una pirámide!).
La dieta que debiera ser promedio de toda la población humana adulta es de unas 1,400 kilocalorías diarias, que se disipan tan sólo en mantener el metabolismo basal, es decir, el cuerpo humano en reposo, y casi equivale a tener encendido un foco de 100 watts durante todo un día, y cuya disipación casi equivale a tener encendido permanentemente un foco de 100 watts.
Como estoy seguro de que no voy a convencer a nadie que crea en que es posible “cargar energía” exponiéndose a los rayos solares el 21 de marzo trepado en una pirámide y estropeándola, me despido sugiriéndoles una mejor fecha: el 3 de enero del año entrante, fecha del perihelio, término que alude al momento en que nuestro planeta se halla más cercano al astro rey, ah, y vestidos de negro.
Para las comunidades prehistóricas y de la muy remota Antigüedad, conocimientos como la determinación de los puntos cardinales y acontecimientos astronómicos como la fijación de las fechas en que ocurrían los equinoccios de primavera y otoño y los solsticios de verano e invierno, lo mismo que, en las zonas tropicales, los pasos del sol por el cenit, eran vitales porque de ellos dependían para elaborar sus calendarios, que a su vez les permitían programar las diversas clases de actividad que realizaban a lo largo del año, principalmente siembra y cosecha, así como prepararse para las temporadas de sequía y lluvias, amen de ritos y ceremonias no ligadas forzosamente a lo utilitario. El registro de sus observaciones del cielo, sus regularidades y anomalías, realizado por innumerables generaciones les permitió calcular no sólo calendarios tan precisos como los mejores de la actualidad; también supieron predecir eclipses y cuándo Venus aparecería como estrella vespertina y cuándo como matutina.
La idea de considerar al ser humano como una especie de pila seca recargable una vez al año aparte es una moda relativamente nueva. Lo que no es nuevo es que tanto el Estado como los siempre voraces comerciantes se pongan de acuerdo en cuanto a la manera de explotar la tan chistosa como descabellada moda y vean en ella tan solo una oportunidad más de hacer negocio, sin que les importe el deterioro a que someten monumentos que han logrado sobrevivir por espacio de siglos. En su mayoría, las edificaciones prehispánicas han sido capaces de guardar en sus particulares estructuras datos astronómicos de incalculable valor. Basta con ver un croquis de Grupo E del complejo arquitectónico maya de Uaxactún en las tierras bajas de Guatemala, para maravillarse de que si se para uno en determinado punto y dirige visuales a ciertos puntos conspicuos del complejo arquitectónico hallará los puntos por donde el sol despunta los días de los equinoccios de primavera y otoño y los solsticios de verano e invierno. Debido a su remota ubicación este sitio se libró de ser maltratado por la turba ávida de “energía” en vez de materia gris.
En cuanto a la recepción de energía solar, ni el equinoccio de primavera ni el de otoño tienen nada de particular. Lo único que ocurre durante uno y otro es que el día dura lo mismo que la noche. En el solsticio de verano el día es el más largo del año, y la noche, la más corta. En el solsticio de invierno ocurre lo contrario: el día es el más corto del año y la noche, la más larga.
Pero el abuso que debiera ofendernos a todos por igual es el de que las autoridades que, de acuerdo con las leyes que juraron cumplir y hacer cumplir, están obligadas a proteger las edificaciones prehispánicas son las que las alquilan a manera de escenarios para que los insaciables comerciantes hagan su agosto en pleno marzo. ¡Qué espectáculos más miserables que esos llamados de “luz y sonido” con los que se pretende multiplicar la belleza intrínseca de nuestras joyas prehispánicas! Algo así como querer acrecentar la belleza de La noche estrellada de Van Gogh sometiéndola a una iluminación de “antro”. Y pensar que esta moda nació de un gigantesco embuste...
Desde fines del siglo XIX y principios del XX se originó en Europa y Estados Unidos una corriente novelística de escasa importancia cuyas tramas se desarrollaban en el Tíbet y los montes Himalaya, escenarios fantasiosos que a veces se extendían hasta el río Ganges y la India en general. Allá estaban el hogar del Yeti, hombre de las nieves, y los maestros de la mística, el ocultismo y el esoterismo, bien dispuestos a recibir alumnos “occidentales” para iniciarlos en sus secretos milenarios.
Durante toda la primera mitad del siglo pasado el anhelo de poseer los secretos de los inaccesibles gurúes quedó confinado a una minoría diluida en las poblaciones norteamericana y europea. Los “iniciados” mexicanos de seguro podían contarse con los dedos de una mano. Así que no pasó nada, nada hasta1956, en que fue publicado el libro The Third Eye, escrito por el supuesto monje tibetano Lobsang Rampa, y pronto traducido al español con el título de El tercer ojo. Ahí Rampa narraba cómo mediante una especie de trepanación, practicada con una astilla de madera endurecida al fuego y tratada con hierbas, le habían puesto en funcionamiento el mítico tercer ojo, luego de lo cual uno de los monjes le dio esta bienvenida: “Ahora eres uno de nosotros, Lobsang. Durante todo el tiempo que te quede de vida verás a la gente tal como es y no como finge ser”.
Pronto el libro se convirtió en best-seller mundial, y la fiebre del esoterismo se extendió por todo el mundo deslustrado. El entusiasmo místico no decayó ni siquiera mínimamente cuando se hizo público que el supuesto gurú tibetano era en realidad el ciudadano británico Cyril Henry Hoskin, nativo de Plympton, condado de Devon, Inglaterra.
La moda esotérica se propagó como llamarada de petate en Estados Unidos en los años setenta, en el contexto de la “mística” conocida como New Age (Nueva era) y el movimiento hippie (aparecido desde los años sesenta). Vista retrospectivamente se aprecia hoy como una reacción contra las jerarquías religiosas en general, lo mismo que contra la dogmática política, lo mismo la favorable que la contraria al Establishment. Fueron los tiempos de la psicodelia, la revolución sexual, las canciones de protesta, en particular contra la guerra de Vietnam, el consumo masivo de mariguana, peyote, LSD y otras sustancias alucinógenas que ayudaban a incursionar en estados alterados de consciencia, para lo cual se recurrió también a diversas formas de meditación, principalmente la meditación trascendental, cuyo gurú fue el Maharishi Mahesh Yogi, que la describe en su libro La ciencia del ser y el arte de vivir. Se hizo famoso por su estrecho contacto con grupos musicales como los Beatles y los Beach Boys y otros.
Naturalmente la moda se extendió a México, y no solamente a la juventud, como hipócritamente se dice, sino que llegó a abarcar en diversos grados a todos los grupos de edad, y como curioso vestigio la ideología jipiteca se prolonga hasta el presente, en que se manifiesta en el concepto de ser humano como celdilla solar recargable, justamente en torno a la fecha en que ocurre el equinoccio de primavera. Los seguidores de esta corriente conciben la energía como un fluido intangible, quizá de la misma naturaleza que el “aura”, capaz de infundir euforia, ganas de hacer, ¿qué?, lo que sea.
El concepto de energía tal y como se entiende actualmente en física apenas empezó a usarse apenas en el siglo XIX, y es más fácil de definir matemáticamente que con palabras. Sobra decir que los rituales celebrados en las pirámides precolombinas de ningún modo tenían que ver con absorber energía solar. La energía, en fin, es simplemente la capacidad de realizar trabajo, definido a su vez como el producto de fuerza por distancia. ¿Sencillo, no? Así lo enseñan en la secundaria. También, y ya con ganas de entrar en polémica, es esa propiedad de la materia gracias a la cual se efectúa trabajo cada vez que la dicha materia cambia de forma o de lugar, y a pesar de ello se conserva siempre en la misma cantidad independientemente de las transformaciones por las que pase. (Si no os basta este intento de definición, ahí está la USBI de la UV.)
La recarga de la pila humana tiene aspectos por un lado incomprensibles y por otro contradictorios. “Hay que subir a la pirámide, como hicieron nuestros ancestros, para cargar energía”, frase que casi suena tan lógica como “Hay que ir a cargar gasolina”. Los que asisten a la ceremonia de recarga lo hacen vestidos de un color que de plano ahuyenta la luz solar: el blanco, que en vez de absorber refleja los rayos solares. El color quizá capaz de captar algo de energía solar en la vestimenta es el negro. Y, hasta donde yo sé, los únicos organismos capaces de aprovechar directamente la energía solar son los vegetales, las algas y las cianobacterias (o bacterias azul verde o verde azuladas). Estos seres son capaces de convertir bióxido de carbono en carbohidratos, como azúcar, celulosa y lignina, aparte de ciertas sustancias usadas desde remotos tiempos como las terpenofenolicas o los alcaloides no precisamente para cargar energía sino más bien para invertirla en actos creativos o curativos.
A los organismos citados, les sigue, por ejemplo, el ganado vacuno (en realidad todos los herbívoros), que convierte el pasto directamente en bisteces. Pero, perdón, se me fue el santo al suelo: sí es posible cargar de energía al organismo humano; esa carga o recarga tiene el prosaico nombre de comer (acto que si la crisis se agudiza ¡va a costar muchísima más energía que escalar una pirámide!).
La dieta que debiera ser promedio de toda la población humana adulta es de unas 1,400 kilocalorías diarias, que se disipan tan sólo en mantener el metabolismo basal, es decir, el cuerpo humano en reposo, y casi equivale a tener encendido un foco de 100 watts durante todo un día, y cuya disipación casi equivale a tener encendido permanentemente un foco de 100 watts.
Como estoy seguro de que no voy a convencer a nadie que crea en que es posible “cargar energía” exponiéndose a los rayos solares el 21 de marzo trepado en una pirámide y estropeándola, me despido sugiriéndoles una mejor fecha: el 3 de enero del año entrante, fecha del perihelio, término que alude al momento en que nuestro planeta se halla más cercano al astro rey, ah, y vestidos de negro.
jueves, 12 de marzo de 2009
La crisis es un lujo para los pobres
Cuando alguien se encuentra con un pie en el más allá y otro en el más acá, presa de una aniquiladora enfermedad, hay un momento en que el señor doctor (las más de las veces mero licenciado en medicina), con su cortejo de chicas de albas túnicas, anuncia a los posibles deudos: “Su enfermedad ha hecho crisis”. “¿Y eso qué quiere decir, doctor?”, le preguntan. “Muy sencillo: que a partir de ahora puede empeorar o mejorar”. “Ah...!”, suspiran aliviados en coro los confusos familiares, confortados con la esperanza que encierra tan sabia explicación, y vuelven los ojos empañados al enfermo, tan transparente ya, que se le puede ver el alma.
Hoy el enfermo es el mundo globalizado, su patología es económica, y pronto será política, pero las explicaciones de los economistas siguen siendo tan poco comprometedoras como las de los galenos. El 1º de diciembre de 2008 un grupo de economistas norteamericanos se atrevió al fin a dar la noticia de que el mundo acababa de dar a luz una crisis. Pero la dolencia económica que anunciaron en realidad tenía más de un año de edad, pues, según el NBER (National Bureau of Economic Research = Oficina Nacional de Investigaciones Económicas de Estados Unidos), la crisis esparcía miseria desde diciembre de 2007.
Los economistas en cuestión no se atrevían a difundir la nueva porque no sabían si era mala o buena. “¿Estamos hundidos en la crisis o en camino a la recuperación?” No lo sabían, pero su prudencia de sabios les impedía reconocerlo. De hecho, hasta el momento no se atreven a saberlo. Y empezaré el párrafo siguiente con algo peor. En verdad, trágico.
Hace un año el mundo contaba—aunque contar es un mero decir—con 1,125 milmillonarios y éste, apenas con 793. El monto total de sus fortunas promedia los tres millones de millones de dólares... que, para abreviar, es mejor escribir como 3 teradólares (312 dólares o sea un 3 seguido de 12 ceros). ¿Un montón de dinero? En realidad no tanto, pues es 23% por ciento menos que en 2008, y apenas algo más que dos veces y media el Producto Interno Bruto de México en el mismo año. Gracias a Dios, Nueva York ha vuelto a ser la capital de los milmillonarios, honor que el año anterior le había arrebatado Moscú.
Quienes piensan que las fortunas mil millonarias las acumulan seres dotados de blancas alas pusieron el grito en el cielo porque a la revista norteamericana que publica la lista de los bendecidos con patrimonios astronómicos se le ocurrió la puntada de publicar el nombre del milmillonario 701 Joaquín Guzmán Loera, llamado por sus íntimos El Chapo, cuya empresa, según la misma publicación, es shipping (que podría traducirse como “embarques”. Algún día comentaremos aquí el origen de fortunas legendarias como las de los Rockfeller y otros angelicales potentados. Recordemos que no sólo el pueblo mexicano idolatra a quienes logran burlar el oblicuo brazo de la ley. Si fuera de otro modo, no habría sido glorificado en Francia el Arsenio Lupín creado por la pluma de Maurice LeBlanc. Pero prosigamos con las tragedias de verdad, y no con incidentes tan sombríos como los sótanos en donde son paridos los milmillonarios o tan etéreos como alimentarse de rebanadas de aire.
En realidad, medidos en dólares, los millones de trabajos que la gente ha perdido en todo el mundo, suman mucho menos que las pérdidas sufridas por los milmillonarios. Y esa sí que es una tragedia.
Bill Gates perdió 18 mil millones de dólares pero aun así recuperó el título de hombre más rico del mundo, en cambio Warren Buffet, primer milmillonario en 2008, perdió 25 mil millones de dólares pero sólo bajó al segundo lugar. Y por lo que “nos toca” podemos sentirnos orgullosos: “nuestro” magnate de las telecomunicaciones, don Carlos Slim, aunque perdió 25 mil millones de dólares, conservó la medalla de bronce que ya ostentaba desde 2008.
Que en Estados Unidos la tasa de desempleo haya alcanzado en enero el 7.6 por ciento, la más alta en dieciséis años, al haber sido despedidas 600,000 personas; o que 5,440,000,001 (incluido yo) de personas vivan con menos de 150 pesos diarios; o que hasta enero pasado le haya costado a México veinte mil sesenta y dos millones de dólares de sus reservas del billete con la escuadra y el compás en fallido intento por mantener la moneda por debajo de los 15 pesos por dólar, son pecatta minuta. El peso seguirá hundiéndose y el desempleo seguirá en ascenso. Pero a nosotros los mexicanos, o a los latinoamericanos en general, que ya estamos curados de espanto, una crisis económica más no nos quitará la embriaguez de vivir. Y podemos unirnos al optimismo con que John D. Rockfeller dio la bienvenida a la recesión económica también mundial de 1929: “Salgo a la calle y sólo veo rostros desalentados. No se dejen abatir. En mis 93 años de vida he perdido la cuenta de cuantas depresiones he visto venir e irse para en cada ocasión volver a ver que la prosperidad retorna”.
Tal actitud, decían los ingleses en sus buenos tiempos (los de la reina virgen), es vivir la vida deportivamente. Y quizá tenían razón, aunque acaso no sea tan fácil con el estómago vacío (¿“Barriga llena, corazón contento”?). Me atrevo incluso, corriendo el riesgo de perder a unos cuantos de mis mejores amigos, a declarar que la Economía es un deporte de lo más entretenido. De no ser así, los economistas ya se habrían aburrido de discutir qué fue lo que ocasionó la crisis mundial de 1929; si Roosevelt la manejó correctamente o si lo que en verdad la resolvió fue la Segunda Guerra Mundial o incluso si la conflagración fue causada para vencer la crisis; si la crisis actual será menor, igual o peor que la del 29 (se aceptan apuestas); si los 787 mil millones de dólares con que Barack Obama pretende reanimar la economía de la otrora primera potencia mundial, en verdad van a realizar el milagro, o se trata de un mero Fobaproa para los allegados, o un premio a la astucia de los banqueros y los corredores de bolsa... En fin, sobran las opciones que discutir y al parecer hay todo el tiempo del mundo para hacerlo. Y, a propósito, se me ocurre una pregunta más: ¿está usted dentro del magno acontecimiento de la crisis? Por fortuna esto sí podemos saberlo: ¿le alcanzó este mes la cantidad de dinero que siempre gasta para mantener a su familia? ¿O no le alcanzó y tuvo que pedir prestado?
Por el momento, es mejor comportarse con serenidad y guardar la adrenalina del espanto para cuando nuestros economistas proclamen que ha sanado la economía mundial. Entonces sí que habrá razón para preocuparse, pues, volviendo a la metáfora médica con que inicié estas “reflexiones”, recordemos que “El enfermo para morir se alivia”.
sábado, 24 de enero de 2009
¿Año nuevo vida nueva?
Si los lugares comunes y las necedades no fueran peligrosos, ni Flaubert ni Gavilán se hubieran tomado la molestia de escribir sus sendos Diccionario de lugares comunes y Diccionario de necedades nacionales. ¿Quién, el primero de enero pasado, víctima de una cruda de más de quince días y con remordimiento post-derroche navideño, pudo estar a salvo de la reconfortante frase “Año nuevo, vida nueva” y de sentir calmado el desasosiego consecuente a la súbita privación de alcohol y de culminar su acto de contrición con un estentóreo “¡Borrón y cuenta nueva! ¡Este sí va a ser mi año! ¡Ajúa!” Para seguidamente hacer una lista mental de todo lo postergado desde la fuga del limbo de la infancia y que—¡ahora sí!—sería realizado en los meses por venir—quizá antes pero no hoy. También lo más seguro es que al instante los buenos propósitos hayan caído abatidos por otro lugar común y necedad nacional: “¡Mañana empiezo!”
Así es. No es fácil darse cuenta de que la frase “año nuevo” no es más que un tópico y no la entrada mágica a un nuevo dominio del tiempo, repleto de meses y días flamantes listos para ser estrenados, y propicios para realizar en ellos los antojos o verdaderas aspiraciones relegados quizá desde los 10 años de edad.
Al humano, cualquier pretexto le acomoda para hacer fiesta, y la de Año Nuevo suele ser de las más importantes. Asistir a fiestas, hacerlas, parece ser bueno para la salud, y para que el comercio prospere. Pero también es bueno para la salud mental y la emocional percatarse de que el tránsito del 31 de diciembre al 1º de enero es igual al paso de un día cualquiera a cualquier otro. ¿Por qué? Porque los más de treinta calendarios que actualmente se hallan vigentes en el mundo se contradicen unos a otros y, en particular, no coinciden en cuanto al día y la hora en que cada ciclo anual comienza. Tampoco concuerdan en cuanto a número de meses o de días, y algunos, como el Bengalí, ni siquiera en cuanto al número de estaciones. Nosotros “sabemos” que el año tiene cuatro estaciones; los bengalíes, que tiene seis: verano, monzón, otoño, seca, invierno y primavera. El año, pues, todos los días puede comenzar o todos los días terminar. Asunto de estado de ánimo y de voluntad.
El primero de enero de 2009 de nuestro calendario gregoriano fue también 19 de diciembre de 2008 del calendario juliano, antecesor del mencionado gregoriano; el día 6 del mes 12 del año Wu-zi del ciclo 78 o año 4706 del calendario chino; el 5 de Teveth de 5769 del calendario hebreo; el 4 de Muharram de 1430 del calendario islámico; el 12 de Dey de 1387 del calendario persa; el 11 de Pausa del calendario civil hindú; el día juliano 2454832.5; y si Napoleón no lo hubiera abolido habría sido el día 2 (duodi) de la década segunda de 217 (años de la Revolución contados a partir del 22 de septiembre de 1792). Y si, yendo más lejos aún, nos remitiéramos al calendario maya, nuestro primero de enero de 2009 habría sido, en el calendario “civil”: 13 kankin; en el religioso, 10 oc; y en la cuenta larga 12 baktun, 19 katun, 15 tun, 17 uninal, 10 kin. Los citados no agotan desde luego el número de calendarios vigentes en este inicio del, para nosotros, noveno año de nuestro siglo XXI.
Si, a pesar de que, como lo demuestra el párrafo anterior, todavía cree que ante usted está abierto un sinfín de puertas a la renovación, procure que sus propósitos no pequen de imposibles, para no frustrarse ni terminar víctima de la depresión. No intente dejar de fumar: espere a que el cáncer lo haga por usted. Tampoco se proponga vivir dentro del presupuesto, quiero decir, conforme a los ingresos laborales propios, no dentro de El Presupuesto. Usted me entiende, ¿no?
A las cero horas del 31 de diciembre ha sido tal la algarabía y el número de brindis previos y tal el tronar de cohetes, que pareciera que todo el mundo celebra unánimemente el arribo del año bebé. Nada más alejado de la verdad: apenas algo así como el 30 por ciento de la humanidad recibe el año nuevo en la misma fecha que nosotros.
Por cierto, que cuando terminábamos el coro de la cuenta regresiva y comenzábamos los brindis a las cero horas del 31 de diciembre de 2008, el año presuntamente nuevo ya tenía seis horas de viejo.
Ah, se me olvidaba: ¿sabe usted en qué fecha nació Jesucristo? Si no lo sabe, no se preocupe y siga celebrándolo en la noche del 24 al 25 de diciembre. Pues a ciencia cierta, nadie lo sabe. Los especialistas en el tema, después de estudiar todos los documentos que al respecto existen, suponen, sí, suponen, que el parto, feliz para María y embarazoso para José, ocurrió entre abril o septiembre del año 5 o quizá 6 a. C. (sí, antes de Jesucristo). El día menos pensado ahondaré en esta paradoja, arcaico preludio a las del tiempo einsteiniano.
Así es. No es fácil darse cuenta de que la frase “año nuevo” no es más que un tópico y no la entrada mágica a un nuevo dominio del tiempo, repleto de meses y días flamantes listos para ser estrenados, y propicios para realizar en ellos los antojos o verdaderas aspiraciones relegados quizá desde los 10 años de edad.
Al humano, cualquier pretexto le acomoda para hacer fiesta, y la de Año Nuevo suele ser de las más importantes. Asistir a fiestas, hacerlas, parece ser bueno para la salud, y para que el comercio prospere. Pero también es bueno para la salud mental y la emocional percatarse de que el tránsito del 31 de diciembre al 1º de enero es igual al paso de un día cualquiera a cualquier otro. ¿Por qué? Porque los más de treinta calendarios que actualmente se hallan vigentes en el mundo se contradicen unos a otros y, en particular, no coinciden en cuanto al día y la hora en que cada ciclo anual comienza. Tampoco concuerdan en cuanto a número de meses o de días, y algunos, como el Bengalí, ni siquiera en cuanto al número de estaciones. Nosotros “sabemos” que el año tiene cuatro estaciones; los bengalíes, que tiene seis: verano, monzón, otoño, seca, invierno y primavera. El año, pues, todos los días puede comenzar o todos los días terminar. Asunto de estado de ánimo y de voluntad.
El primero de enero de 2009 de nuestro calendario gregoriano fue también 19 de diciembre de 2008 del calendario juliano, antecesor del mencionado gregoriano; el día 6 del mes 12 del año Wu-zi del ciclo 78 o año 4706 del calendario chino; el 5 de Teveth de 5769 del calendario hebreo; el 4 de Muharram de 1430 del calendario islámico; el 12 de Dey de 1387 del calendario persa; el 11 de Pausa del calendario civil hindú; el día juliano 2454832.5; y si Napoleón no lo hubiera abolido habría sido el día 2 (duodi) de la década segunda de 217 (años de la Revolución contados a partir del 22 de septiembre de 1792). Y si, yendo más lejos aún, nos remitiéramos al calendario maya, nuestro primero de enero de 2009 habría sido, en el calendario “civil”: 13 kankin; en el religioso, 10 oc; y en la cuenta larga 12 baktun, 19 katun, 15 tun, 17 uninal, 10 kin. Los citados no agotan desde luego el número de calendarios vigentes en este inicio del, para nosotros, noveno año de nuestro siglo XXI.
Si, a pesar de que, como lo demuestra el párrafo anterior, todavía cree que ante usted está abierto un sinfín de puertas a la renovación, procure que sus propósitos no pequen de imposibles, para no frustrarse ni terminar víctima de la depresión. No intente dejar de fumar: espere a que el cáncer lo haga por usted. Tampoco se proponga vivir dentro del presupuesto, quiero decir, conforme a los ingresos laborales propios, no dentro de El Presupuesto. Usted me entiende, ¿no?
A las cero horas del 31 de diciembre ha sido tal la algarabía y el número de brindis previos y tal el tronar de cohetes, que pareciera que todo el mundo celebra unánimemente el arribo del año bebé. Nada más alejado de la verdad: apenas algo así como el 30 por ciento de la humanidad recibe el año nuevo en la misma fecha que nosotros.
Por cierto, que cuando terminábamos el coro de la cuenta regresiva y comenzábamos los brindis a las cero horas del 31 de diciembre de 2008, el año presuntamente nuevo ya tenía seis horas de viejo.
Ah, se me olvidaba: ¿sabe usted en qué fecha nació Jesucristo? Si no lo sabe, no se preocupe y siga celebrándolo en la noche del 24 al 25 de diciembre. Pues a ciencia cierta, nadie lo sabe. Los especialistas en el tema, después de estudiar todos los documentos que al respecto existen, suponen, sí, suponen, que el parto, feliz para María y embarazoso para José, ocurrió entre abril o septiembre del año 5 o quizá 6 a. C. (sí, antes de Jesucristo). El día menos pensado ahondaré en esta paradoja, arcaico preludio a las del tiempo einsteiniano.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)