martes, 5 de mayo de 2009

La influencia de la influenza (I)

Para que la Naturaleza nos permita enterarnos de sus secretos mejor guardados, basta con interrogarla con el llamado “método científico”, procedimiento más ideal que real, pues las maravillas naturales sólo se dejan desnudar por quien sabe seducirlas con astucia y paciencia; y aun sin ser un Newton o un Darwin, puede coronarse el galanteo con nuevas teorías que abran nuevas ventanas y enriquezcan nuestras vidas o cuando menos agujeritos para vislumbrar lo ignoto.
Pero, para tratar de entender lo que al parecer son hechos obvios, comprensibles y hasta triviales que atestiguamos, que presenciamos, que protagonizamos, que contemplamos en este país en que vivimos, el poderoso método científico se vuelve lupa empañada que impide ver hasta los propios dedos. Ejemplos: ocurre un magnicidio que todo mundo ve por TV, cuyo autor es detenido en flagrancia y nadie ve en ello un misterio. No. Todo está claro, hasta que empieza la catarata de explicaciones oficiales, que terminan convenciendo a la mayoría de nuestros congéneres de que lo que vieron no era lo que vieron sino lo que los boletines de prensa oficiales dicen que debieron ver. Se incendia una fábrica de plaguicidas situada en pleno centro de una ciudad; se tiene que evacuar a los vecinos de varias cuadras a la redonda; se enferman los bomberos y se derriten sus trajes y sus botas; se enferma la gente; mueren perros, gatos y pericos; se eleva una nube tóxica que se pasea por toda la ciudad; las autoridades del lugar tratan los peligrosos desechos tóxicos como basura doméstica y los vierten en el basurero municipal convirtiéndolo en otro foco de contaminación; y todo ello a la vista de los pobladores de la ciudad envenenada quienes naturalmente esperan que los afectados sean curados e indemnizados por las autoridades que para ello son pagadas. ¿Pero qué ocurre? Comienza el alud de explicaciones y promesas oficiales, y la cortina de humo que logran tender en torno a la catástrofe es tan espesa que al final ni siquiera se llega a saber quién autorizó la operación de la peligrosa fábrica en pleno centro urbano, ni quién era su dueño, ni quién se quedó con el dinero de las indemnizaciones que las víctimas nunca recibieron pero que la TV difundió como generosa entrega de millones de pesos a los damnificados. Y sea la catástrofe que sea [mineros sepultados en un derrumbe, drenajes llenos de gasolina que estallan], siempre resonará la voz de la cordura que pedirá que no se trate de buscar culpables sino de atender a las víctimas. Y tan condicionada y tan afligida está la gente que se deja engatusar por lo que cree noble actitud y no lo que realmente es: primer paso para garantizar la impunidad de los responsables. Y ahí hay una incógnita que despejar; pero una incógnita inmune al poder del método científico; es decir, el hecho público y atestiguado por un país o una ciudad enteros pasa a engordar el archivo de los misterios nacionales no resueltos y de ahí a la leyenda urbana trivial y aburrida.
Los años que han estañado mis sienes y enchuecado mi columna vertebral me han enseñado que, para resolver tales enigmas, sólo hay que quitarse las telarañas tejidas por los merolicos oficiales y esgrimir la empolvada pero eficaz lógica aristotélica, pues el asunto es entender un mundo que después de todo es manejado por IQs de menos de 100. Y todo lo anterior viene a cuento porque ¡vaya que me ha costado trabajo entender el asunto de la gripe que empezó porcina y acabó humana!
Desde los años cincuenta del siglo XX se detectaron en humanos algunos casos de fiebre porcina y también desde aquellas fechas se documentó que tal afección podía tener como complicación el ataque de algún agente oportunista que podría ocasionar alguna infección mortal, neumonía por ejemplo, que distorsionaría las estadísticas pues no sería asentado como caso de influenza sino de neumonía.
El 5 de febrero de 1976 un recluta del ejército de Estados Unidos se presentó en la enfermería de la base de Fort Dix con los signos y síntomas de lo que parecía la llamada influenza estacional, endémica de Estados Unidos. Veinticuatro horas más tarde el recluta David Lewis fallecía, víctima de una forma de influenza no detectada desde la que asoló al mundo de 1918 a 1919 y cobró veinte millones de muertos en todo el mundo. En la base militar el número de infecciones creció hasta 230, 13 de ellas severas y solo mortal la del primer infectado. Dos semanas después los médicos descubrieron que el agente patógeno causante del brote infeccioso era una forma nueva del virus de la influenza, al que identificaron como una combinación del virus de la influenza de 1918 con virus de influenzas porcina y aviar.
En septiembre de 1988, una mujer de 32 años, embarazada y un día antes perfectamente sana, que días antes había visitado una exposición ganadera, fue hospitalizada como paciente de neumonía y a los ocho días falleció. A los médicos, libres de la consigna de no poner en entredicho a las autoridades sanitarias o a alguna empresa transnacional contaminante, les pareció extraño el caso, hicieron minuciosos estudios del cadáver de la mujer y determinaron que había muerto de influenza A virus H1N1, que posiblemente era el mismo que había atacado al soldado Lewis y sus compañeros. Al profundizar en las circunstancias en que había ocurrido la muerte de la mujer, los investigadores descubrieron que el 76 por ciento de los expositores de puercos que habían presentado sus ejemplares en la misma feria que visitó la víctima, tenían anticuerpos de fiebre porcina, prueba de que en algún momento la habían padecido pero se habían recuperado, de lo que pensaron había sido “influenza estacional”. Y, ojo, sin que las autoridades de salud hubieran registrado sus padecimientos como casos de influenza porcina.
A partir de entonces, según se dice, hubo una o dos personas infectadas con el virus en cuestión cada dos años en Estados Unidos. Sin embargo, algunos investigadores conjeturaron que, ahora que el virus se estaba trasmitiendo del ganado porcino a los humanos (¡y también de los humanos a los cerdos!), de seguro no pasarían muchos años antes de que se declarara una emergencia sanitaria internacional como la que estamos viviendo (y esperamos seguir viviendo). La historia epidemiológica de las últimas semanas les dio la razón.

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