Como se ha puesto de moda en México desde hace unas tres décadas, el pasado 21 de marzo acudieron multitudes de personas “a cargarse de energía” en centros ceremoniales prehispánicos como Teotihuacan, Chichen-Itzá y otros.
Para las comunidades prehistóricas y de la muy remota Antigüedad, conocimientos como la determinación de los puntos cardinales y acontecimientos astronómicos como la fijación de las fechas en que ocurrían los equinoccios de primavera y otoño y los solsticios de verano e invierno, lo mismo que, en las zonas tropicales, los pasos del sol por el cenit, eran vitales porque de ellos dependían para elaborar sus calendarios, que a su vez les permitían programar las diversas clases de actividad que realizaban a lo largo del año, principalmente siembra y cosecha, así como prepararse para las temporadas de sequía y lluvias, amen de ritos y ceremonias no ligadas forzosamente a lo utilitario. El registro de sus observaciones del cielo, sus regularidades y anomalías, realizado por innumerables generaciones les permitió calcular no sólo calendarios tan precisos como los mejores de la actualidad; también supieron predecir eclipses y cuándo Venus aparecería como estrella vespertina y cuándo como matutina.
La idea de considerar al ser humano como una especie de pila seca recargable una vez al año aparte es una moda relativamente nueva. Lo que no es nuevo es que tanto el Estado como los siempre voraces comerciantes se pongan de acuerdo en cuanto a la manera de explotar la tan chistosa como descabellada moda y vean en ella tan solo una oportunidad más de hacer negocio, sin que les importe el deterioro a que someten monumentos que han logrado sobrevivir por espacio de siglos. En su mayoría, las edificaciones prehispánicas han sido capaces de guardar en sus particulares estructuras datos astronómicos de incalculable valor. Basta con ver un croquis de Grupo E del complejo arquitectónico maya de Uaxactún en las tierras bajas de Guatemala, para maravillarse de que si se para uno en determinado punto y dirige visuales a ciertos puntos conspicuos del complejo arquitectónico hallará los puntos por donde el sol despunta los días de los equinoccios de primavera y otoño y los solsticios de verano e invierno. Debido a su remota ubicación este sitio se libró de ser maltratado por la turba ávida de “energía” en vez de materia gris.
En cuanto a la recepción de energía solar, ni el equinoccio de primavera ni el de otoño tienen nada de particular. Lo único que ocurre durante uno y otro es que el día dura lo mismo que la noche. En el solsticio de verano el día es el más largo del año, y la noche, la más corta. En el solsticio de invierno ocurre lo contrario: el día es el más corto del año y la noche, la más larga.
Pero el abuso que debiera ofendernos a todos por igual es el de que las autoridades que, de acuerdo con las leyes que juraron cumplir y hacer cumplir, están obligadas a proteger las edificaciones prehispánicas son las que las alquilan a manera de escenarios para que los insaciables comerciantes hagan su agosto en pleno marzo. ¡Qué espectáculos más miserables que esos llamados de “luz y sonido” con los que se pretende multiplicar la belleza intrínseca de nuestras joyas prehispánicas! Algo así como querer acrecentar la belleza de La noche estrellada de Van Gogh sometiéndola a una iluminación de “antro”. Y pensar que esta moda nació de un gigantesco embuste...
Desde fines del siglo XIX y principios del XX se originó en Europa y Estados Unidos una corriente novelística de escasa importancia cuyas tramas se desarrollaban en el Tíbet y los montes Himalaya, escenarios fantasiosos que a veces se extendían hasta el río Ganges y la India en general. Allá estaban el hogar del Yeti, hombre de las nieves, y los maestros de la mística, el ocultismo y el esoterismo, bien dispuestos a recibir alumnos “occidentales” para iniciarlos en sus secretos milenarios.
Durante toda la primera mitad del siglo pasado el anhelo de poseer los secretos de los inaccesibles gurúes quedó confinado a una minoría diluida en las poblaciones norteamericana y europea. Los “iniciados” mexicanos de seguro podían contarse con los dedos de una mano. Así que no pasó nada, nada hasta1956, en que fue publicado el libro The Third Eye, escrito por el supuesto monje tibetano Lobsang Rampa, y pronto traducido al español con el título de El tercer ojo. Ahí Rampa narraba cómo mediante una especie de trepanación, practicada con una astilla de madera endurecida al fuego y tratada con hierbas, le habían puesto en funcionamiento el mítico tercer ojo, luego de lo cual uno de los monjes le dio esta bienvenida: “Ahora eres uno de nosotros, Lobsang. Durante todo el tiempo que te quede de vida verás a la gente tal como es y no como finge ser”.
Pronto el libro se convirtió en best-seller mundial, y la fiebre del esoterismo se extendió por todo el mundo deslustrado. El entusiasmo místico no decayó ni siquiera mínimamente cuando se hizo público que el supuesto gurú tibetano era en realidad el ciudadano británico Cyril Henry Hoskin, nativo de Plympton, condado de Devon, Inglaterra.
La moda esotérica se propagó como llamarada de petate en Estados Unidos en los años setenta, en el contexto de la “mística” conocida como New Age (Nueva era) y el movimiento hippie (aparecido desde los años sesenta). Vista retrospectivamente se aprecia hoy como una reacción contra las jerarquías religiosas en general, lo mismo que contra la dogmática política, lo mismo la favorable que la contraria al Establishment. Fueron los tiempos de la psicodelia, la revolución sexual, las canciones de protesta, en particular contra la guerra de Vietnam, el consumo masivo de mariguana, peyote, LSD y otras sustancias alucinógenas que ayudaban a incursionar en estados alterados de consciencia, para lo cual se recurrió también a diversas formas de meditación, principalmente la meditación trascendental, cuyo gurú fue el Maharishi Mahesh Yogi, que la describe en su libro La ciencia del ser y el arte de vivir. Se hizo famoso por su estrecho contacto con grupos musicales como los Beatles y los Beach Boys y otros.
Naturalmente la moda se extendió a México, y no solamente a la juventud, como hipócritamente se dice, sino que llegó a abarcar en diversos grados a todos los grupos de edad, y como curioso vestigio la ideología jipiteca se prolonga hasta el presente, en que se manifiesta en el concepto de ser humano como celdilla solar recargable, justamente en torno a la fecha en que ocurre el equinoccio de primavera. Los seguidores de esta corriente conciben la energía como un fluido intangible, quizá de la misma naturaleza que el “aura”, capaz de infundir euforia, ganas de hacer, ¿qué?, lo que sea.
El concepto de energía tal y como se entiende actualmente en física apenas empezó a usarse apenas en el siglo XIX, y es más fácil de definir matemáticamente que con palabras. Sobra decir que los rituales celebrados en las pirámides precolombinas de ningún modo tenían que ver con absorber energía solar. La energía, en fin, es simplemente la capacidad de realizar trabajo, definido a su vez como el producto de fuerza por distancia. ¿Sencillo, no? Así lo enseñan en la secundaria. También, y ya con ganas de entrar en polémica, es esa propiedad de la materia gracias a la cual se efectúa trabajo cada vez que la dicha materia cambia de forma o de lugar, y a pesar de ello se conserva siempre en la misma cantidad independientemente de las transformaciones por las que pase. (Si no os basta este intento de definición, ahí está la USBI de la UV.)
La recarga de la pila humana tiene aspectos por un lado incomprensibles y por otro contradictorios. “Hay que subir a la pirámide, como hicieron nuestros ancestros, para cargar energía”, frase que casi suena tan lógica como “Hay que ir a cargar gasolina”. Los que asisten a la ceremonia de recarga lo hacen vestidos de un color que de plano ahuyenta la luz solar: el blanco, que en vez de absorber refleja los rayos solares. El color quizá capaz de captar algo de energía solar en la vestimenta es el negro. Y, hasta donde yo sé, los únicos organismos capaces de aprovechar directamente la energía solar son los vegetales, las algas y las cianobacterias (o bacterias azul verde o verde azuladas). Estos seres son capaces de convertir bióxido de carbono en carbohidratos, como azúcar, celulosa y lignina, aparte de ciertas sustancias usadas desde remotos tiempos como las terpenofenolicas o los alcaloides no precisamente para cargar energía sino más bien para invertirla en actos creativos o curativos.
A los organismos citados, les sigue, por ejemplo, el ganado vacuno (en realidad todos los herbívoros), que convierte el pasto directamente en bisteces. Pero, perdón, se me fue el santo al suelo: sí es posible cargar de energía al organismo humano; esa carga o recarga tiene el prosaico nombre de comer (acto que si la crisis se agudiza ¡va a costar muchísima más energía que escalar una pirámide!).
La dieta que debiera ser promedio de toda la población humana adulta es de unas 1,400 kilocalorías diarias, que se disipan tan sólo en mantener el metabolismo basal, es decir, el cuerpo humano en reposo, y casi equivale a tener encendido un foco de 100 watts durante todo un día, y cuya disipación casi equivale a tener encendido permanentemente un foco de 100 watts.
Como estoy seguro de que no voy a convencer a nadie que crea en que es posible “cargar energía” exponiéndose a los rayos solares el 21 de marzo trepado en una pirámide y estropeándola, me despido sugiriéndoles una mejor fecha: el 3 de enero del año entrante, fecha del perihelio, término que alude al momento en que nuestro planeta se halla más cercano al astro rey, ah, y vestidos de negro.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
En entrevista para "el weso", el director de Conaculta señaló que esta modita de retrasados mentales la inicio Raúl Velasco es su infame programa de los setentas.
Y como el pueblo esta para seguir órdenes borregamente, pues van le hacen al pendejo.
Publicar un comentario