El 30 de marzo de este año fue internado en el Hospital General de Ottawa un abogado que acababa de regresar a Canadá procedente de México, aquejado de una afección de la parte alta de las vías respiratorias, semejante a la influenza, pero que los médicos encargados del caso no pudieron clasificar como tal.
Allá por el seis de abril una entidad norteamericana, Veratect, dedicada a la vigilancia de riesgos en general para el ser humano, reportó que en algún lugar de México había habido un brote de afecciones respiratorias y muchos otros informes sobre enfermos aquejados de una dolencia semejante a la influenza. Algunos periódicos mexicanos habían publicado desde febrero la noticia del brote de una extraña afección respiratoria en el poblado de La Gloria, en la vecindad de las Granjas Carroll, propiedad de la empresa norteamericana Smithfield Foods. Los habitantes de La Gloria habían denunciado, sin ser atendidos, lo que llamaron prácticas malsanas del criadero de cerdos, como lagunas de oxidación de aguas fétidas al aire libre. Y de pronto los acontecimientos se precipitaron. El 12 de abril la Dirección de Epidemiología de México comunicó a la Organización Panamericana de la Salud la detección del brote en varias partes del país. El 17 de abril un nuevo caso de enfermedad respiratoria atípica en Oaxaca, sumado a otros más detectados en muy poco tiempo en México, Distrito Federal, hicieron que se pusieran en estado de alerta el sistema de vigilancia epidemiológica, los hospitales y centros de salud. El 23 de abril se confirmó por análisis de laboratorio que los casos de enfermedad respiratoria atípica en realidad eran de influenza A (H1N1) de origen porcino. Ahondando en el análisis se precisó que a los pacientes los había infectado el mismo virus que a dos niños de California, EUA. El 18 de abril personal móvil de la Dirección de vigilancia epidemiológica visitó 21 hospitales de varias partes del país tan sólo para comprobar que la incidencia de la enfermedad iba en aumento.
Para el 30 de abril estaban confirmados por análisis de laboratorio 97 pacientes de la influenza H1N1. Por cierto que, en esa fecha, ocurrió la “coincidencia” de que la Organización Mundial de la Salud, como si se hubiera hecho eco de las protestas de los productores de carne de cerdo mexicanos y norteamericanos, que se quejaban de estar perdiendo muchos millones de dólares porque la gente había dejado de comprar carne de cochino, cambió el nombre del agente patógeno a “virus de la influenza humana A, H1N1”. ¿Les parecieron equivalentes los adjetivos “porcina” y “humana”?
Luego sobrevino la aplicación de una serie de medidas, como el cierre de escuelas, distribución de mascarillas “protectoras”, instrucciones para no contagiar ni ser contagiado, y la prohibición de la reunión de personas en grandes números—lo que no impidió algunas marchas de protesta programadas para el 1ro de mayo pero, gracias sean dadas a dios y a la derogación de facto de las Leyes de Reforma, la TV facilitó sus ondas para la trasmisión de misas.
La influenza porcina como su nombre lo indica afecta a los puercos (los Sus domestica no los Homo sapiens cochinos); la gente se contagia cuando de uno u otro modo entra en contacto con seres infectados, aunque el contacto no es necesario pues el virus se propaga en el aerosol que forman la tos o los estornudos de los animales infectados (cuadrúpedos o bípedos) o permanece en los objetos tocados por un enfermo. Un ser humano infectado puede contagiar a otro y también a un cerdo sano, hecho curioso que ya ocurrió en Austria—y detalle que se le ha pasado mencionar a la OMS.
Cómo según los medios de difusión norteamericanos (a fin de cuentas no muy distintos de los nacionales) en sus repetitivos noticiarios insistieron en que el brote se había iniciado en México, y que el único factor común que había en los casos observados en otros países era que los enfermos habían estado en México, pronto se comenzó a hablar de la Mexican swine flu [influenza mexicana de origen porcino], lo que avivó el creciente antimexicanismo en EUA, primero por lo que llaman la “invasión” de indocumentados y ahora por ser posibles portadores del virus.
El 1ro de mayo las autoridades sanitarias dieron una conferencia de prensa en la que, con su habitual marrullería hicieron como que contestaban las preguntas de los reporteros pero lo único que se logró saber es que las Granjas Carroll, de propiedad norteamericana, nada habían tenido que ver con el brote de la influenza al tiempo que nos informaron de que la empresa sospechosa en realidad es digna de encomio porque siembra arbolitos en zonas desforestadas, lo cual coincidió con declaraciones previas del gobernador de Veracruz, en el sentido de que las quejas expresadas por los vecinos, de que las hediondas aguas de la laguna de oxidación al aire libre de las granjas emponzoñan los mantos freáticos y el aire que respiran, eran infundadas pues la transnacional cumple con todas las normas sanitarias y ecológicas. En algún otro momento el gobernador de dicho estado dijo que para él el mejor protector era su pañuelo, comentario peligroso que amerita hablar del tamaño del virus, cuyo diámetro es de unos 90 nanometros (un nanometro es la milmillonésima parte de un metro). Peligrosa declaración porque puede dar lugar a que los no informados se pongan un simple trapo en la boca y se sientan protegidos. Si el grueso de un cabello humano es de alrededor de 100,000 nanometros, el tejido de un pañuelo o el de los cubrebocas azules de a tostón y ahora de hasta 30 pesos, o más (ya me perdí), serían con respecto al virus H1N1 lo mismo que para una hormiga una malla de gallinero.
Para el momento en que esto escribo las autoridades mexicanas de salud hablan de que los números de la epidemia se han estabilizado, y han dejado de informar de casos nuevos a la OMS. A partir del próximo 6 de mayo se reanudarán las actividades en las escuelas de enseñanza media y en las universidades; y el próximo lunes en las primarias y preprimarias. ¿No es maravilloso que las autoridades multicitadas hayan sido tan acertadas en suspender actividades al aire libre exactamente durante el tiempo que duró la emergencia? Ojalá no sea la mía una felicitación de mal agüero.
En Estados Unidos todos los años caen víctimas de la “influenza estacional” 200,000 personas, 36,000 de las cuales van a dar a la tumba. Según la OMS, todos los años se registran de tres a cinco millones de casos graves de influenza, de los cuales más de 250,000 son mortales. De lo que sin querer se viene uno a enterar. Aunque yo ya me lo temía: el mundo es un lugar peligroso para vivir.
Para México el marcador parece haberse detenido en 2,955 casos probables, 806 comprobados y 29 fatalidades. Para el resto del mundo se han registrado hasta el momento 1,160 casos probables, 823 confirmados en el laboratorio y 2 muertes, ambas en Texas, EUA; y en Guatemala y en El Salvador sendos casos hace apenas unas horas.
martes, 5 de mayo de 2009
La influencia de la influenza (I)
Para que la Naturaleza nos permita enterarnos de sus secretos mejor guardados, basta con interrogarla con el llamado “método científico”, procedimiento más ideal que real, pues las maravillas naturales sólo se dejan desnudar por quien sabe seducirlas con astucia y paciencia; y aun sin ser un Newton o un Darwin, puede coronarse el galanteo con nuevas teorías que abran nuevas ventanas y enriquezcan nuestras vidas o cuando menos agujeritos para vislumbrar lo ignoto.
Pero, para tratar de entender lo que al parecer son hechos obvios, comprensibles y hasta triviales que atestiguamos, que presenciamos, que protagonizamos, que contemplamos en este país en que vivimos, el poderoso método científico se vuelve lupa empañada que impide ver hasta los propios dedos. Ejemplos: ocurre un magnicidio que todo mundo ve por TV, cuyo autor es detenido en flagrancia y nadie ve en ello un misterio. No. Todo está claro, hasta que empieza la catarata de explicaciones oficiales, que terminan convenciendo a la mayoría de nuestros congéneres de que lo que vieron no era lo que vieron sino lo que los boletines de prensa oficiales dicen que debieron ver. Se incendia una fábrica de plaguicidas situada en pleno centro de una ciudad; se tiene que evacuar a los vecinos de varias cuadras a la redonda; se enferman los bomberos y se derriten sus trajes y sus botas; se enferma la gente; mueren perros, gatos y pericos; se eleva una nube tóxica que se pasea por toda la ciudad; las autoridades del lugar tratan los peligrosos desechos tóxicos como basura doméstica y los vierten en el basurero municipal convirtiéndolo en otro foco de contaminación; y todo ello a la vista de los pobladores de la ciudad envenenada quienes naturalmente esperan que los afectados sean curados e indemnizados por las autoridades que para ello son pagadas. ¿Pero qué ocurre? Comienza el alud de explicaciones y promesas oficiales, y la cortina de humo que logran tender en torno a la catástrofe es tan espesa que al final ni siquiera se llega a saber quién autorizó la operación de la peligrosa fábrica en pleno centro urbano, ni quién era su dueño, ni quién se quedó con el dinero de las indemnizaciones que las víctimas nunca recibieron pero que la TV difundió como generosa entrega de millones de pesos a los damnificados. Y sea la catástrofe que sea [mineros sepultados en un derrumbe, drenajes llenos de gasolina que estallan], siempre resonará la voz de la cordura que pedirá que no se trate de buscar culpables sino de atender a las víctimas. Y tan condicionada y tan afligida está la gente que se deja engatusar por lo que cree noble actitud y no lo que realmente es: primer paso para garantizar la impunidad de los responsables. Y ahí hay una incógnita que despejar; pero una incógnita inmune al poder del método científico; es decir, el hecho público y atestiguado por un país o una ciudad enteros pasa a engordar el archivo de los misterios nacionales no resueltos y de ahí a la leyenda urbana trivial y aburrida.
Los años que han estañado mis sienes y enchuecado mi columna vertebral me han enseñado que, para resolver tales enigmas, sólo hay que quitarse las telarañas tejidas por los merolicos oficiales y esgrimir la empolvada pero eficaz lógica aristotélica, pues el asunto es entender un mundo que después de todo es manejado por IQs de menos de 100. Y todo lo anterior viene a cuento porque ¡vaya que me ha costado trabajo entender el asunto de la gripe que empezó porcina y acabó humana!
Desde los años cincuenta del siglo XX se detectaron en humanos algunos casos de fiebre porcina y también desde aquellas fechas se documentó que tal afección podía tener como complicación el ataque de algún agente oportunista que podría ocasionar alguna infección mortal, neumonía por ejemplo, que distorsionaría las estadísticas pues no sería asentado como caso de influenza sino de neumonía.
El 5 de febrero de 1976 un recluta del ejército de Estados Unidos se presentó en la enfermería de la base de Fort Dix con los signos y síntomas de lo que parecía la llamada influenza estacional, endémica de Estados Unidos. Veinticuatro horas más tarde el recluta David Lewis fallecía, víctima de una forma de influenza no detectada desde la que asoló al mundo de 1918 a 1919 y cobró veinte millones de muertos en todo el mundo. En la base militar el número de infecciones creció hasta 230, 13 de ellas severas y solo mortal la del primer infectado. Dos semanas después los médicos descubrieron que el agente patógeno causante del brote infeccioso era una forma nueva del virus de la influenza, al que identificaron como una combinación del virus de la influenza de 1918 con virus de influenzas porcina y aviar.
En septiembre de 1988, una mujer de 32 años, embarazada y un día antes perfectamente sana, que días antes había visitado una exposición ganadera, fue hospitalizada como paciente de neumonía y a los ocho días falleció. A los médicos, libres de la consigna de no poner en entredicho a las autoridades sanitarias o a alguna empresa transnacional contaminante, les pareció extraño el caso, hicieron minuciosos estudios del cadáver de la mujer y determinaron que había muerto de influenza A virus H1N1, que posiblemente era el mismo que había atacado al soldado Lewis y sus compañeros. Al profundizar en las circunstancias en que había ocurrido la muerte de la mujer, los investigadores descubrieron que el 76 por ciento de los expositores de puercos que habían presentado sus ejemplares en la misma feria que visitó la víctima, tenían anticuerpos de fiebre porcina, prueba de que en algún momento la habían padecido pero se habían recuperado, de lo que pensaron había sido “influenza estacional”. Y, ojo, sin que las autoridades de salud hubieran registrado sus padecimientos como casos de influenza porcina.
A partir de entonces, según se dice, hubo una o dos personas infectadas con el virus en cuestión cada dos años en Estados Unidos. Sin embargo, algunos investigadores conjeturaron que, ahora que el virus se estaba trasmitiendo del ganado porcino a los humanos (¡y también de los humanos a los cerdos!), de seguro no pasarían muchos años antes de que se declarara una emergencia sanitaria internacional como la que estamos viviendo (y esperamos seguir viviendo). La historia epidemiológica de las últimas semanas les dio la razón.
Pero, para tratar de entender lo que al parecer son hechos obvios, comprensibles y hasta triviales que atestiguamos, que presenciamos, que protagonizamos, que contemplamos en este país en que vivimos, el poderoso método científico se vuelve lupa empañada que impide ver hasta los propios dedos. Ejemplos: ocurre un magnicidio que todo mundo ve por TV, cuyo autor es detenido en flagrancia y nadie ve en ello un misterio. No. Todo está claro, hasta que empieza la catarata de explicaciones oficiales, que terminan convenciendo a la mayoría de nuestros congéneres de que lo que vieron no era lo que vieron sino lo que los boletines de prensa oficiales dicen que debieron ver. Se incendia una fábrica de plaguicidas situada en pleno centro de una ciudad; se tiene que evacuar a los vecinos de varias cuadras a la redonda; se enferman los bomberos y se derriten sus trajes y sus botas; se enferma la gente; mueren perros, gatos y pericos; se eleva una nube tóxica que se pasea por toda la ciudad; las autoridades del lugar tratan los peligrosos desechos tóxicos como basura doméstica y los vierten en el basurero municipal convirtiéndolo en otro foco de contaminación; y todo ello a la vista de los pobladores de la ciudad envenenada quienes naturalmente esperan que los afectados sean curados e indemnizados por las autoridades que para ello son pagadas. ¿Pero qué ocurre? Comienza el alud de explicaciones y promesas oficiales, y la cortina de humo que logran tender en torno a la catástrofe es tan espesa que al final ni siquiera se llega a saber quién autorizó la operación de la peligrosa fábrica en pleno centro urbano, ni quién era su dueño, ni quién se quedó con el dinero de las indemnizaciones que las víctimas nunca recibieron pero que la TV difundió como generosa entrega de millones de pesos a los damnificados. Y sea la catástrofe que sea [mineros sepultados en un derrumbe, drenajes llenos de gasolina que estallan], siempre resonará la voz de la cordura que pedirá que no se trate de buscar culpables sino de atender a las víctimas. Y tan condicionada y tan afligida está la gente que se deja engatusar por lo que cree noble actitud y no lo que realmente es: primer paso para garantizar la impunidad de los responsables. Y ahí hay una incógnita que despejar; pero una incógnita inmune al poder del método científico; es decir, el hecho público y atestiguado por un país o una ciudad enteros pasa a engordar el archivo de los misterios nacionales no resueltos y de ahí a la leyenda urbana trivial y aburrida.
Los años que han estañado mis sienes y enchuecado mi columna vertebral me han enseñado que, para resolver tales enigmas, sólo hay que quitarse las telarañas tejidas por los merolicos oficiales y esgrimir la empolvada pero eficaz lógica aristotélica, pues el asunto es entender un mundo que después de todo es manejado por IQs de menos de 100. Y todo lo anterior viene a cuento porque ¡vaya que me ha costado trabajo entender el asunto de la gripe que empezó porcina y acabó humana!
Desde los años cincuenta del siglo XX se detectaron en humanos algunos casos de fiebre porcina y también desde aquellas fechas se documentó que tal afección podía tener como complicación el ataque de algún agente oportunista que podría ocasionar alguna infección mortal, neumonía por ejemplo, que distorsionaría las estadísticas pues no sería asentado como caso de influenza sino de neumonía.
El 5 de febrero de 1976 un recluta del ejército de Estados Unidos se presentó en la enfermería de la base de Fort Dix con los signos y síntomas de lo que parecía la llamada influenza estacional, endémica de Estados Unidos. Veinticuatro horas más tarde el recluta David Lewis fallecía, víctima de una forma de influenza no detectada desde la que asoló al mundo de 1918 a 1919 y cobró veinte millones de muertos en todo el mundo. En la base militar el número de infecciones creció hasta 230, 13 de ellas severas y solo mortal la del primer infectado. Dos semanas después los médicos descubrieron que el agente patógeno causante del brote infeccioso era una forma nueva del virus de la influenza, al que identificaron como una combinación del virus de la influenza de 1918 con virus de influenzas porcina y aviar.
En septiembre de 1988, una mujer de 32 años, embarazada y un día antes perfectamente sana, que días antes había visitado una exposición ganadera, fue hospitalizada como paciente de neumonía y a los ocho días falleció. A los médicos, libres de la consigna de no poner en entredicho a las autoridades sanitarias o a alguna empresa transnacional contaminante, les pareció extraño el caso, hicieron minuciosos estudios del cadáver de la mujer y determinaron que había muerto de influenza A virus H1N1, que posiblemente era el mismo que había atacado al soldado Lewis y sus compañeros. Al profundizar en las circunstancias en que había ocurrido la muerte de la mujer, los investigadores descubrieron que el 76 por ciento de los expositores de puercos que habían presentado sus ejemplares en la misma feria que visitó la víctima, tenían anticuerpos de fiebre porcina, prueba de que en algún momento la habían padecido pero se habían recuperado, de lo que pensaron había sido “influenza estacional”. Y, ojo, sin que las autoridades de salud hubieran registrado sus padecimientos como casos de influenza porcina.
A partir de entonces, según se dice, hubo una o dos personas infectadas con el virus en cuestión cada dos años en Estados Unidos. Sin embargo, algunos investigadores conjeturaron que, ahora que el virus se estaba trasmitiendo del ganado porcino a los humanos (¡y también de los humanos a los cerdos!), de seguro no pasarían muchos años antes de que se declarara una emergencia sanitaria internacional como la que estamos viviendo (y esperamos seguir viviendo). La historia epidemiológica de las últimas semanas les dio la razón.
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